Querida Cipotada Chula Buchona,
En estos días en los cuales mucho hemos hablado de la señora Consuelo Suncín de Saint-Exupéry -nuestra Condesa de Armenia- me ha llegado este otro escrito que sobre ella ha hecho, la escritora Claudia Selser, de parte de la heredera universal, la doctora Mireille Escalante Dimas.
En vista que este escrito es un poco largo y está en un formato que no es "amigable" con esta, nuestra "Página Oficial Buchona", he decidido transcribirlo poco a poco por lo que lo publicaré por partes; espero tenga su comprensión y que disfrute así como yo, leyendo sobre una de nuestras mas grandes personalidades armenienses.
Aquí está la primera parte:
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Los Ojos de la Rosa
8 de abril de 2012 a la(s) 6:0 - Claudia Selser
Consuelo Suncín de Saint-Exupéry escribió libros e inspiró libros. Dueña de una personalidad arrolladora, ajena por completo a las normas conservadoras de su época, enérgica y muy dada a sentir y despertar amores complicados, ella llegó a la intelectualidad europea y se quedó. Este es un repaso por su vida, la de una rosa.
A Consuelo la descubrí por casualidad mientras vacacionaba en el Viejo Hotel Ostende, en la costa atlántica argentina, 400 kilómetros al sur de Buenos Aires. Construido por una compañía belga en 1913, es una casa con torre y minarete en medio de las dunas. Allí, en la habitación 51, me dijeron, durmió Antoine de Saint-Exupéry durante dos temporadas de vacaciones, entre los años 1929 y 1930. Supe entonces que el autor de El Principito, a bordo de un monoplano Lateoere 25 y junto a otros pilotos franceses –Jean Mermoz y Henri Guillaumet–, había inaugurado la aviación comercial en Argentina cubriendo las rutas aeropostales desde Buenos Aires hasta la norteña provincia de Misiones. Estas experiencias en el confín de América quedaron en las páginas de Vol de Nuit (Vuelo Nocturno), una novela publicada por Gallimard en 1932, que Hollywood llevó al cine.
Leyendo sobre este aviador profesional de la nobleza francesa venida a menos, un seductor aventurero con el coraje suficiente para pilotear aviones que no tenían cabina cubierta, volaban empapados de lluvia o helados por tormentas de nieve sin otro método de orientación que una brújula y con un único motor que podía apagarse en cualquier momento, me encontré por primera vez con Consuelo Suncín, una salvadoreña pequeñita que fascinaba contando historias y que enamoró al conde aviador una tarde de otoño de 1929.
Hay varias versiones de aquel flechazo de Cupido. Para unos, sucedió durante unas conferencias de Benjamín Crémieux en Amigos del Arte de Buenos Aires; para otros, fue en el lujoso hotel céntrico Majestic, donde se hospedó Consuelo. Pero cuenta la leyenda que ni bien la vio Saint-Exupéry la invitó a dar un paseo por las nubes. Parece que arriba, en su avioneta, le rogó que le diera un beso. “Dame un beso o nos mataré”, le gritó dejando caer la aeronave en picada. “Mátanos”, dijo Consuelo de lo más tranquila. Antoine elevó de nuevo la nave y soltó a llorar. A Consuelo aquello le conmovió y fue entonces cuando se acercó a darle el beso. Antes de aterrizar ya había aceptado ser su esposa. Si no fue verdad, al menos tiene bastante que ver con el perfil de los dos personajes de la historia.
Consuelo y Antoine se casaron en Francia en abril de 1931 y siguieron juntos en una tormentosa historia de amor hasta la muerte del piloto, a bordo de su avión, el 31 de julio de 1944. Mucho después se supo que la salvadoreña de ojos negros había sido la rosa de El Principito, el cuento del pequeño príncipe rubio habitante del asteroide B-612 y, por tanto, la inspiradora de una de las más bellas declaraciones de amor que llegó a millones de niños y grandes, traducido a más de 140 lenguas:
“Rosas: Sois bellas, pero aún estáis vacías. Nadie puede morir por vosotras. Es probable que una persona común crea que mi rosa se os parece. Ella siendo solo una, es sin duda más importante que todas vosotras, pues es ella la rosa a quien he regado, a quien he puesto bajo un globo; es la rosa que abrigué con el biombo. Ella es la rosa cuyas orugas maté (excepto unas pocas que se hicieron mariposas). Ella es a quien escuché quejarse, alabarse y aún algunas veces, callarse. Ella es mi rosa...”.
(Continuará...)
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